En los últimos meses, las pulseras antimaltrato —presentadas durante años como un escudo tecnológico frente a la violencia de género— han quedado en el centro de la polémica. Jueces, asociaciones feministas y víctimas han denunciado fallos graves en el sistema, lo que ha puesto en entredicho la eficacia de un mecanismo vital para proteger a mujeres en situación de riesgo.
La controversia no es menor: lo que se esperaba como un avance en la lucha contra la violencia machista se ha convertido en un símbolo de desconfianza hacia la gestión del Ministerio de Igualdad. ¿Se trata de simples incidencias técnicas o del reflejo de un Ejecutivo más preocupado por el relato ideológico que por la seguridad real de las víctimas?
Voces críticas desde dentro del sistema
Las denuncias no provienen únicamente de la oposición política. Magistrados especializados en violencia de género han reconocido que dejaron de imponer estas medidas cautelares por la desconfianza generada. Informes judiciales ya advertían desde julio de 2024 de “disfunciones” graves.
Las asociaciones feministas, habitualmente aliadas del Gobierno en materia de igualdad, también han alzado la voz. Varias de ellas han exigido una revisión inmediata del sistema tras constatar que los fallos técnicos han puesto en riesgo directo a mujeres que dependían de este dispositivo para sentirse protegidas.
Las víctimas, por su parte, han narrado con amargura lo que supone vivir bajo esa inseguridad: “Mejor tecnología o estaremos en riesgo constante”, declaraba una de ellas a medios independientes.
El discurso oficial frente a la evidencia
Desde el Ministerio de Igualdad, la ministra Ana Redondo ha admitido incidencias, aunque asegura que el servicio ha funcionado “razonablemente bien”. Sin embargo, esta afirmación choca con los informes judiciales que documentan que, debido a errores informáticos, decenas de agresores quedaron en libertad sin un control efectivo.
El contraste resulta evidente: mientras el Gobierno insiste en la fiabilidad del sistema, las pruebas apuntan a fallos estructurales que podrían haber tenido consecuencias fatales. Y aunque ningún asesinato se ha producido bajo la supervisión de una de estas pulseras desde su implantación, la migración defectuosa de datos y la falta de respuesta temprana del Ejecutivo constituyen un riesgo que muchos consideran inaceptable.
La dimensión política y comparaciones internacionales
Este episodio ha abierto un debate de fondo sobre la gestión de los recursos públicos. Sectores críticos señalan que el Ministerio de Igualdad ha priorizado campañas mediáticas y estructuras burocráticas frente a la inversión en sistemas tecnológicos robustos. Para la oposición, el caso recuerda al de la ley del “solo sí es sí”: una medida bienintencionada, pero mal ejecutada, que acaba dejando a las mujeres en una situación más vulnerable.
Otros países, como Portugal o Reino Unido, han implementado programas similares con resultados más consistentes, gracias a un enfoque centrado en la eficiencia y la mejora continua de los dispositivos. Esto plantea la pregunta de si en España el problema radica menos en la tecnología y más en la gestión política.
Un debate que trasciende la tecnología
Más allá de la cuestión técnica, el escándalo ha reabierto el debate sobre la utilidad y el rumbo del Ministerio de Igualdad. Mientras la oposición exige auditorías independientes, el Gobierno rechaza esas propuestas alegando motivos electoralistas.
En la calle y en redes sociales, el descontento crece. Desde la ironía de quienes comparan las pulseras con los pimientos de Padrón —“unas veces funcionan y otras, non”— hasta la indignación de quienes acusan al PSOE de “soltar agresores con pulseras defectuosas”, la opinión pública refleja un sentimiento de desprotección.