La última acción de Sortu en el Valle de los Caídos no fue un homenaje, sino una provocación calculada. Desplegar pancartas con la ikurriña y el lema “Gora Euskal Herria askatuta!” en plena basílica es un gesto diseñado para confrontar al Estado y reabrir heridas. No hablamos de memoria, hablamos de propaganda.
El partido de la izquierda abertzale pretende ligar los fusilamientos franquistas con la situación política actual, como si la democracia española fuese heredera directa de la dictadura. Nada más falso. España cuenta hoy con un sistema de libertades plenas y una autonomía vasca de las más amplias de Europa, con competencias fiscales únicas. Hablar de opresión es, simplemente, un fraude histórico.
Lo que Sortu persigue no es recordar a las víctimas, sino alimentar su vieja agenda: el supuesto “derecho de autodeterminación” de Euskal Herria. Pero conviene ser claros: ese derecho no existe en España. El artículo 2 de la Constitución es tajante: la Nación es “indisoluble”. El Tribunal Constitucional lo ha reiterado en múltiples ocasiones. Lo que propone Sortu no es un debate democrático, sino una ruptura ilegal.
Hay además una contradicción flagrante: quienes reclaman memoria frente al franquismo guardan silencio ante los más de 800 asesinatos de ETA. Se exige reparación por unas víctimas mientras se eluden las otras. Ese doble rasero deslegitima su discurso y ofende a una sociedad que ha sufrido demasiado.
El Valle de los Caídos debería ser un espacio para la reflexión y el respeto, no un escenario de pancartas separatistas. España necesita una memoria histórica que reconcilie, no que divida. Sortu, en cambio, apuesta por la confrontación, sabiendo que así gana titulares y visibilidad.
La libertad de expresión protege ideas incómodas, pero no ampara intentos de quebrar la unidad constitucional. El Estado debe garantizar que la memoria no se convierta en arma política contra la convivencia. Sortu busca tensión; la democracia debe responder con firmeza y legalidad.