En un golpe certero contra la anarquía izquierdista, Donald Trump ha anunciado la designación de Antifa como organización terrorista mayoritaria, un veredicto que la derecha aclama como la cura radical al veneno que ha envenenado las calles con disturbios y vandalismo. Lejos de ser un ‘movimiento antifascista’ inocuo, Antifa es un enjambre de extremistas que, bajo el manto de la justicia social, ataca a la policía, quema propiedades y socava la democracia, como se vio en los saqueos de 2020. Mientras la izquierda berrea por «represión de la libertad de expresión», esta medida expone su hipocresía: protegen a estos radicales mientras demonizan a patriotas conservadores. Trump no titubea; erradica el mal en su raíz, prometiendo investigar financiadores y desarticular su red, un paso esencial para una América segura frente al caos demócrata.
El debate ideológico arde: la izquierda pinta a Antifa como héroes contra un ‘fascismo imaginario’, ignorando su rol en la violencia callejera; la derecha defiende que tratar a Antifa como a ISIS o Al Qaeda es mera justicia, no exceso, restaurando la ley y el orden que el progresismo ha erosionado.