CINCUENTA AÑOS DESPUÉS

Escrito el 23/11/2025
Octavio Cortés

Cincuenta años después unas heridas siguen abiertas, como manantiales en los que todos nos encontramos, y otras fueron olvidadas en manos de la academia: el país quiso cauterizar aquello que le quedaba más a mano y mantener siempre algo de dolor disponible, por aquello del drama nacional. Ya nadie lee a Unamuno o a Ortega, ya nadie se desmaya mientras espera una nueva época de plenitud. Los sueños, como la vajilla heredada, están en un rincón en la alhacena.

Cincuenta años después ya nadie grita “muera la inteligencia” porque la inteligencia se fue a por tabaco y nunca regresó, dejándonos en mano de una nueva estupidez tecnológica que todo lo contamina con sus flores venusianas radioactivas. No es país para filósofos ni para poetas. Asomado a su ventana, el españolito silba sus canciones y mordisquea el regaliz ideológico de su elección. Los precios, todos ellos, resultaron inasumibles. El precio del aceite y de la mantequilla, pero también el precio de una mínima nobleza civil que nos permita levantarnos cada mañana. La lírica de los tiempos es la de los trenes averiados y los ladrones de corbata nueva.

Cincuenta años después, tenemos reyes de varios tamaños y los moros han vuelto para quedarse, las suecas no encuentran a Alfredo Landa y los telediarios siguen emitiendo en blanco y negro mientras el universo estalla en mil colores. España quizás haya funcionado como reserva espiritual, eso nadie lo sabe, pero nunca ha olvidado la espiritualidad del reservista, bien sea para honrarla en secreto, bien para despreciarla en público.

Cincuenta años después los niños aprenden a sumar en código binario mientras sus madres pagan sesiones de depilación láser. El seco terruño machadiano ha sido cubierto por paneles solares se oxidan bajo el sol y el Ampurdán de Josep Pla va camino de convertirse en califato. Había entonces dos Españas con Mayra Gómez Kemp en el centro, sacerdotisa de braga sólida y bendición cantarina: hoy las Españas se multiplican, apareciendo en cada provincia, en cada comarca, con sus concejales comilones y sus historiadores locos. Tenemos un papa yankee y obispos que se pasan la mañana bostezando.

Cincuenta años después ya nadie sabe qué sucede en los cuarteles o en las cárceles, las horas son allí demasiado largas. Todo ocurre de pantalla adentro, en espacios móviles, de porno deslizante y fotos de gatitos, donde la política no se distingue del marketing, donde no hay más tono que la histeria. Los comunistas se volvieron feministas y las feministas enloquecieron mientras se juntaban con los ecologistas. Las cordilleras, como la Vuelta a España y el festival de Benidorm, por lo menos aguantan.

Cincuentas años después la boina de Baroja es el micrófono cretinoide de cualquier youtuber adolescente y el brazo incorrupto de Santa Teresa se fue a jugar a tenis. En televisión ya no se debate y en las plazas ya no se monta en bicicleta. Se fueron Paco de Lucía y Camarón, se fueron Tip y Coll, se fueron y no volverán, pero Serrat sigue dando la brasa de vez en cuando. Las estadísticas mienten y quienes las interpretan mienten también. La España del Amor Brujo y de Bernarda Alba alcanzó, como mucho, a rozar la calva de Iniesta, en la mágica noche africana, y desde entonces nada se sabe de ella.

Cincuenta años después el fantasma de Lola Flores está tomando el sol y no quiere ponerse al teléfono. Hemos lanzado a varias generaciones al vacío y ahora pretendemos que los jóvenes nos den los buenos días. Todo se ha vulgarizado, todo ha sido desfibrado hasta la náusea. Por cada bandera española hay diez palestinas y mil con los colores del arco iris. Sin mito, sin raíz, no hay nación y sin nación no hay nadie que quiera pronunciar la palabra “nosotros”.

Cincuenta años después los cuerpos siguen experimentando, al sumergirse en un fluido, un empuje vertical proporcional al volumen de líquido que desplazan, pero los cuerpos no saben qué hacer con ese empuje. Todo está tan caro, hay tanto ruido en todas partes. Cincuenta años después estamos gordos y calvos y seguimos escuchando a los Beatles, pero las monjas ya no tocan la guitarra.

Cincuenta años después seguimos sin hacer caso al viejo Tolstoi: mientras haya palacios, habrá quien quiera habitarlos. Pues son un tipo de escenario, los palacios, para un cierto tipo de actores luciferinos. La tierra para quien la trabaja, solía decirse, el palacio para quien lo sepa defender a tiro limpio. Victoria Abril se llevó a Francia los corazones que aún no había robado Pepa Flores y desde entonces la vena hinchada del país tiene forma de columpio de jardín. Ya no hay vagos y maleantes: ahora los okupas trepan por las fachadas, como una enredadera de rabia y mugre, mientras los policías pegan suavemente a los abuelos. Todo es izquierda, todo es derecha, todo es locura envasada al vacío.

Cincuentas años después poco podemos perder, porque poco queda ya en nuestras manos. #España, eso es verdad, jamás fue vencida. Solo fue vendida a plazos al primero que pasaba por allí con una banderola y un caramelo de menta. Cincuentas años después ya ni nos quejamos.