En algún momento del siglo XVIII, la intelectualidad europea volvió los ojos hacia una Atenas de fantasía en que los ciudadanos debatían como hombres libres y guiaban el destino de los suyos mediante el debate ilustrado. En realidad, solo estaban buscando un grado de legitimación para volver a usar la palabra “democracia” en el nuevo contexto de la cristiandad que salía del barroco. El protestantismo había fracturado el pilar de certidumbre de Roma; un similar proceso de disgregación dio lugar al tránsito de las monarquías absolutas a sistemas #parlamentarios.
El problema es que la experiencia griega ya había sido suficiente para constatar los problemas inherentes a cualquier sistema “democrático”. La historia misma de la filosofía se pone en marcha por la repulsa de Platón a los demócratas que habían ordenado la muerte de #Sócrates: en sus obras encontramos la raíz pura de los elementos que nutrirán la teoría política durante los siglos siguientes. Pues bien, Platón ya advirtió sobre el ruido.
El trato con la verdad supone un tipo de sacerdocio, que en el caso de Sócrates consistió en el trato cotidiano con su daimon: la realidad espiritual que le permitía un acceso al Logos divino fuero de los ritos religiosos sancionados por el clero tradicional ateniense (de ahí la acusación de atentar contra los dioses de la ciudad). Cuando #Platón rechaza la democracia, lo hace por consciencia de que el trato humano con el bien y la verdad no es posible en medio del debate por el poder crudo y mezquino del día a día.
Las democracias modernas nacieron por la imprenta y la prensa escrita, se transformaron en maquinarias de marketing y control orwelliano gracias a la televisión y están siendo devoradas por la revolución de internet, que supone la interconexión continua de todos con todos. En este nuevo escenario, el poder ya no puede controlar el discurso, mucho menos los términos del debate, como solía hacerlo hasta, más o menos, los atentados de septiembre de 2001. Ahora cada desgraciado con un teléfono móvil puede entrar en debate, desde el sótano de casa de su madre, con Elon Musk o Rosalía o Steven Spielberg. ¿Cómo puede defenderse entonces el poder? Llenando de ruido el ágora, para que los mensajes válidos pierdan relevancia en un mar de idiotez electrificada.
En este nuevo ambiente es posible cualquier cosa menos el libre debate de ideas: todo favorece la polarización gorilácea y la vulgarización extrema. Esto tiene dos consecuencias: de cara al poder, se pierde la legitimidad de poder hablar de “democracia”, porque eso no puede darse donde no hay un espacio de debate limpio y espiritualizado; de cara a cada uno de nosotros, se clarifica el primero de nuestros deberes: escapar del ruido. Porque siempre será posible reencontrar un espacio basado en el amor y la justicia, el silencio y la dignidad, para allí escuchar la voz que nos ha de guiar.

